Antes de morir, Manuel Belgrano escribió su autobiografía -según confesó- no sólo para que fuera útil a sus paisanos, sino también para “ponerme a cubierto de la maledicencia”. Y es que no pocos enemigos se había ganado este criollo a lo largo de las luchas independentistas.
Nacido en Buenos Aires el 3 de junio de 1770, con el verdadero nombre de Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, estudia en el Colegio Real San Carlos (hoy Nacional de Buenos Aires), para luego trasladarse a Valladolid, junto a su hermano, para estudiar leyes. A su regreso a Buenos Aires, con apenas 23 años y recibido de abogado, asumió las tareas de secretario en el consulado porteño.
Interesado en que el consulado ofreciera cursos educativos en varias materias, las invasiones inglesas lo incorporaron de lleno en la cuestión militar y política. Desde entonces y por largos años participaría en batallas, debates, disputas y la gestión de una nueva realidad que nacía.
Recordado como creador de la bandera, ingeniero del “éxodo jujeño”, comandante del Ejército del Norte y por haber destinado los 40 mil pesos oro de premios a la construcción de escuelas en las provincias del norte (que nunca se hicieron), Belgrano murió en la pobreza total, el 20 de junio de 1820, atacado por una agobiante enfermedad. “Pienso en la eternidad, adonde voy, y en la tierra querida que dejo...”, comentó antes de morir.
Pero fueron su audacia e ímpetu revolucionario los que comportaron sus méritos más recordados. En efecto, cuando apenas nacía el gobierno patrio, cuando todavía se llamaban a gobernar para Fernando VII, cuando recién comenzaban las fuerzas patriotas a emprender la guerra contra el enemigo realista, fue cuando se le convocó a Belgrano para dirigir las tropas del Regimiento de Patricios. El primer gran desafío se le presentó pronto, ante la inminencia de una invasión desde Montevideo, por lo cual se dirigió hacia Rosario para emprender la defensa. Entonces, febrero de 1812, instó al gobierno en Buenos Aires a que declarase la escarapela blanca y celeste de carácter nacional, en vistas a unificar los colores de los ejércitos sudamericanos. Logrado esto, al inaugurar dos frentes de artillería en esa misma defensa –llamados “Libertad” e “Independencia”-, hizo también enarbolar la bandera patria por primera vez, cuando todavía en la Fortaleza de Buenos Aires flameaba la bandera española.
Este acto desprovisto de especulación, ansioso por la emancipación, lo transformó en el primero en enarbolar la bandera nacional con vistas a la independencia americana. Así lo describe Bartolomé Mitre en su biografía sobre Belgrano –que aquí reproducimos-, al mismo tiempo que recuerda el historiador liberal la reprobación del gobierno central, que le exigió a Belgrano su disimulado arrío, puesto que creían que todavía no era tiempo de romper lanzas, lo que recién sucedió cuatro años más tarde.
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Al finalizar el año once, los principios democráticos del Gobierno directo empezaban a generalizarse entre las clases ilustradas de la sociedad. Las ideas abstractas de la soberanía del pueblo, de la división de los poderes, del juego armónico de las instituciones libres, de los derechos inherentes al hombre social, empezaban a tomar formas visibles y tangibles y a convertirse en hechos prácticos, aunque de una manera embrionaria todavía. La constitución del Poder Ejecutivo se había modificado, vigorizándose, y tomado al mismo tiempo una forma que se acercaba más al Gobierno de una república independiente. Los primeros ensayos para organizar un Cuerpo legislativo se habían hecho ya, aunque con poco éxito, por no haber acertado a romper con los precedentes coloniales del derecho comunal en cuanto a las bases de elección. La índole de los partidos que debían agitar aquella democracia naciente empezaba a manifestarse en los actos de la vida pública, y en el espíritu de resistencia que germinaba en las localidades. Este movimiento complejo de la revolución, presentaba a primera vista contradicciones marcadas, que sólo un examen detenido del organismo social puede hacer comprender.
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Tal era el estado de la revolución interior cuando Belgrano llegó a Buenos Aires de regreso de su misión al Paraguay. Actor principal en los sucesos anteriores, y destinado a levantar muy luego el entusiasmo amortiguado de los pueblos, su papel fue por el momento muy secundario.
Nombrado coronel del regimiento Nº 1º, que era el primer tercio de Patricios, que hasta entonces había mandado don Cornelio Saavedra, tuvo ocasión de dar una de esas muestras de desinterés, que sirven de estímulo y de lección.
“Procuraré, dijo al Gobierno, hacerme digno de llamarme hijo de la patria. En obsequio de ésta ofrezco la mitad del sueldo que me corresponde: siéndome sensible no poder hacer demostración mayor, pues mis facultades son ningunas, y mi subsistencia pende de aquel; pero en todo evento sabré también reducirme a la ración del soldado.”
La aceptación fue digna de la oferta. “El contribuir todo ciudadano con su fuerza moral y física (contestó el Gobierno) a los sagrados objetos de la justa causa, es su deber primero; pero desprenderse de lo que la patria le franquea para su indispensable subsistencia es retribuir a la patria cuanto ha recibido de ella.”
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El nuevo Comandante militar se ocupó en activar los trabajos de las fortificaciones, pues según se creía, una flotilla española debía penetrar muy luego por el río, para cortar la línea de comunicaciones de la capital con el Entre Ríos. Era preciso, pues, estar prevenido para cerrarle el paso. Los trabajos que al efecto se emprendieron, confiáronse al coronel de ingenieros don Ángel Monasterio, el Arquímedes de la revolución, que aunque nacido en España se decidió con ardor por la causa americana, y fundió los cañones, las balas, las bombas y los morteros que sirvieron para poner sitio a Montevideo. Belgrano y Monasterio eran dos hombres nacidos para entenderse, por el espíritu de orden matemático de que estaban poseídos, y por la actividad y celo que desplegaban en el servicio público, así es que los trabajos adelantaron rápidamente bajo su dirección, no obstante la falta de brazos, y sobre todo de dinero. En menos de quince días se terminó la batería de la barranca, que dominaba el estrecho canal del río por el Oeste, y se construyó otra en la isla fronteriza, artillada con tres piezas de grueso calibre.
Antes de terminarse los trabajos de fortificación, se tuvo aviso que una escuadrilla enemiga compuesta de cuatro lanchas con un grueso cañón cada una, convoyando varios otros buques con 500 hombres de desembarco, debían salir de Montevideo, con el objeto de atacar las baterías del Rosario y posesionarse de la Bajada del Paraná.
A la aproximación del peligro, el espíritu de Belgrano se exaltó, y buscando en su alma nuevas inspiraciones para trasmitir su entusiasmo a las tropas que mandaba, concibió la idea de dar a la revolución un símbolo visible, que concentrase en sí las vagas aspiraciones de la multitud y los propósitos de los hombres de principios. Resuelto a acelerar la época de la independencia, y a comprometer al pueblo y al Gobierno en esta política atrevida, empezó por proponer la adopción de una Escarapela Nacional (febrero 13 de 1812), fundándose en que los cuerpos del ejército la usaban de distinto color, de manera que en vez de ser un símbolo de unión “casi era, decía, una señal de división cuya sombra, si era posible, debía alejarse”. El Gobierno, cediendo a la exigencia de Belgrano, declaró por decreto de 18 de febrero “que la Escarapela Nacional de las Provincias del Río de la Plata sería de color blanco y azul celeste”. 1
El 23 empezaron los ciudadanos a usar del nuevo distintivo nacional, que hasta entonces sólo había sido una divisa popular. En el mismo día se distribuyó a la división de Belgrano, quien al dar cuenta de este hecho, pone en claro el significado que daba a aquel acto. “Se ha puesto en ejecución, dice, la orden de V. E. fecha 18 del corriente, para el uso de la escarapela nacional que se ha servido señalar, cuya determinación ha sido del mayor regocijo, y excitado los deseos de los verdaderos hijos de la patria de otras declaraciones de V. E., que acaben de confirmar a nuestros enemigos de la firme resolución en que estamos de sostener la Independencia de la América.”
En posesión de la escarapela, asumió sobre sí la seria responsabilidad de enarbolar una nueva bandera, en momentos en que flameaba el pabellón español en la Fortaleza de Buenos Aires. En vísperas de guarnecer las dos baterías, ofició al Gobierno en estos términos: “Las banderas de nuestros enemigos son las que hasta ahora hemos usado; pero ya que V. E. ha determinado la Escarapela Nacional con que nos distinguiremos de ellos y de todas las naciones, me atrevo a decir a V. E. que también se distinguieran aquellas y que en estas baterías no se viese tremolar sino las que V. E. designe. Abajo, Excmo. Sr., esas señales exteriores que para nada nos han servido, y con que parece aun no hemos roto las cadenas de la esclavitud”.
El día 27 era el señalado para inaugurar las baterías, a las cuales había bautizado con dos nombres simbólicos, que traducían las aspiraciones de su alma. Batería de la Libertad llamó a la de la barranca, y de laIndependencia a la de la isla. Deseando coronarlas con un pabellón digno de estos nombres, que representaban dos grandes ideas, resolvió enarbolar resueltamente en ellas el estandarte revolucionario, a cuya sombra debía conquistarse una y otra. En consecuencia, escribió con aquella fecha al Gobierno: “Siendo preciso enarbolar bandera, y no teniéndola, mandéla hacer blanca y celeste, conforme a los colores de la escarapela nacional. Espero que sea de la aprobación de V. E”.
En la tarde del día indicado se formó la división en batalla sobre la barranca del río, en presencia del vecindario congregado por orden del comandante militar. A su frente, se extendían las islas floridas del Paraná que limitaban el horizonte; a sus pies se deslizaban las corrientes del inmenso río, sobre cuya superficie se reflejaban las nubes blancas en fondo azul de un cielo de verano, y el sol que se inclinaba al ocaso, iluminaba con sus rayos oblicuos aquel paisaje lleno de grandiosa majestad. En aquel momento, Belgrano que recorría la línea a caballo, mandó formar cuadro, y levantando la espada, dirigió a sus tropas estas palabras: “Soldados de la Patria: En este punto hemos tenido la gloria de vestir la escarapela nacional: en aquel (señalando la batería Independencia) nuestras armas aumentarán sus glorias. Juremos vencer a nuestros enemigos interiores y exteriores, y la América del Sud será el templo de la Independencia y de la Libertad. En fe de que así lo juráis, decid conmigo ¡Viva la Patria!” Los soldados contestaron con un prolongado ¡Viva! y dirigiéndose en seguida a un oficial que estaba a la cabeza de un piquete, le dijo: “Señor capitán y tropa destinada por la primera vez a la batería Independencia: id, posesionaos de ella, y cumplid el juramento que acabáis de hacer”. Las tropas ocuparon sus puestos de combate. Eran las seis y media de la tarde, y en aquel momento se enarboló en ambas baterías la bandera azul y blanca, reflejo del hermoso cielo de la patria, y su ascensión fue saludada con una salva de artillería. Así se inauguró la bandera argentina.
Esta escena nueva, calculada para impresionar los ánimos por sus formas escénicas, y comprometer a los tímidos en todas las consecuencias de la revolución, causó tanto entusiasmo en las tropas, como sorpresa y desagrado en el Gobierno. Todos dieron al acto el significado que realmente tenía, y vieron en él algo más que el preliminar de la declaratoria de la independencia. Evidentemente, todos los hombres de la revolución marchaban a ese fin, y aunque se gobernaban todavía a nombre de Fernando VII, obraban como sí realmente hubiese tenido lugar la emancipación. A la sombra de la corona de un monarca cautivo, organizaban una verdadera república democrática. Esta política prudente, que iba convirtiéndose en pusilánime, servia a la vez de escudo a los trabajos trascendentales de los patriotas, que sabían adonde iban, y de antifaz a los tímidos que vivían con el día y tenían en vista reservarse una retirada para todo evento. Esta política, se avenía mal con la franqueza y el ardor de los patriotas como Belgrano, que quería que la revolución quemase sus naves, porque esperaba más del entusiasmo de los pueblos una vez declarada la independencia, que de la invocación hipócrita de nombres en los que nadie creía. Así pensaba Washington en igual situación.
Declarada la escarapela azul y blanca con la denominación de nacional, quiso creerse autorizado para enarbolar una bandera con los mismos colores, lo que importaba lo mismo que anunciar la aparición de una nueva nación. Este acto aislado, en oposición a un plan de política sistemada que presidía a la gestión de los negocios públicos, sólo habría tenido consecuencias trascendentales impuesta por un general prestigioso al día siguiente de una victoria o decretada por una asamblea popular. El Gobierno no podía por lo tanto prestarle su sanción, así es que le contestó reprobando su conducta y mandó arriar la bandera. “La situación presente, le decía con tal motivo, como el orden y consecuencia de principios a que estamos ligados, exige por nuestra parte, en materias de la primera entidad del Estado, que nos conduzcamos con la mayor circunspección y medida; por eso es que las demostraciones con que inflamó V. S. a las tropas de su mando, esto es, enarbolando la bandera blanca y celeste, como indicante de que debe ser nuestra divisa sucesiva, las cree este Gobierno de una influencia capaz de destruir los fundamentos con que se justifican nuestras operaciones y las protestas que hemos anunciado con tanta repetición, y que en nuestras comunicaciones exteriores constituyen las principales máximas políticas que hemos adoptado. Con presencia de esto y de todo lo demás que se tiene presente en este grave asunto, ha dispuesto este Gobierno, que sujetando V. S. sus conceptos a las miras que reglan las determinaciones con que él se conduce, haga pasar como un rasgo de entusiasmo el suceso de la bandera blanca y celeste enarbolada, ocultándola disimuladamente y sustituyéndola con la que se le envía, que es la que hasta ahora se usa en esta Fortaleza, y que hace el centro del Estado; procurando en adelante no prevenir las deliberaciones del Gobierno en materia de tanta importancia, y en cualquier otra que, una vez ejecutada, no deja libertad para su aprobación, y cuando menos produce males inevitables, difíciles de reparar con buen suceso”. 2
Esta severa reprobación dada a la conducta del que primero enarboló la primera bandera nacional, teniendo en vista la emancipación de la América, fue merecida ante el juicio de sus contemporáneos, y constituye una de sus glorias ante la posteridad. Afortunadamente, ella no llegó por el momento a sus manos, y más adelante se verá que por idéntico motivo debía repetirse más de una vez. La circunstancia que le evitó el dolor de verse reprobado por su Gobierno, señala una nueva faz de su vida, en que trasladado a más vasta
escena y magnificándose sus cualidades en presencia de situaciones más difíciles y de sucesos más importantes, realiza los hechos que le han creado sus títulos a la inmortalidad y empieza realmente a ser un hombre ilustre.
Referencias:
1 Este decreto, origen de la bandera argentina, ha permanecido por más de cuarenta años sepultado en el polvo de los archivos, hasta que por casualidad dimos con él, según queda explicado en el Prefacio. — V. el Apéndice.
2 Nota de 3 de Marzo de 1812. M. S. del Archivo General.
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