martes, 14 de agosto de 2012

Aniversario del Nacimiento de Eduardo Mallea -Ensayista Argentino


Eduardo Mallea (Argentina, 1903-1982) Escritor y diplomático argentino, destacado por el carácter psicológico y existencialista de sus obras. Nacido en Bahía Blanca en el seno de una familia liberal y provinciana adoptó una actitud crítica ante esta sociedad decadente y acomodaticia. Marchó joven a Buenos Aires y se adhirió al grupo martinferrista. Fue amigo del escritor argentino Ricardo Güiraldes y del mexicano Alfonso Reyes. Su primera colección de relatos breves, Cuentos para una inglesa desesperada (1926), tenían un tono más bien ligero, que cambió en otros cuentos más profundos, como los de Nocturno europeo (1934). Durante la década de 1940 se sitúa su principal producción centrada en problemas nacionales y presentando a unos individuos categorizados entre "lo visible" -falsos valores, vida social- y "lo invisible" -la vida interior-; algunas de las novelas de este periodo son La bahía del silencio (1940), Todo verdor perecerá (1941), Las Águilas (1943) o La torre (1951). Mallea se enfrenta en todas sus obras con el doble imperativo de incorporar a su temática la crisis espiritual de nuestros días y de modernizar, al mismo tiempo, la técnica narrativa para adecuarla al nuevo contenido. A partir de la mitad de la década de 1950, en cambio, se centró en el ensayo y en el relato breve. Entre sus obras narrativas destacan, además, La barca de hielo (1967) y Gabriel Andoral (1971). Mallea está considerado como el creador de la novela urbana que hasta él pocos autores latinoamericanos habían cultivado. Muy pegado al ensayo ya que se extiende en demasiadas consideraciones filosóficas y sociológicas su obra es un testimonio de denuncia de la vaciedad y frustración en la que la sociedad -el peronismo- hunde al individuo. 

ENSAYO  - La bahía del silencio

 I 

Usted entró en la florería y dejó sobre el mostrador de cristal su pequeño paraguas de seda negra y fue directamente hasta el invernáculo y preguntó con esa voz delicada y firme que parecía venir desde muy lejos: —¿No han llegado las begonias nuevas? Ésta era la milésima vez que yo la veía, pero la tercera del año. Usted, en realidad, no me había visto nunca sino vagamente, y al preguntar al vendedor sobre tal o cual planta —sin advertir al pronto que el hombre a quien abordaba me estaba atendiendo— lo hacía con un aire anónimo y ajeno, antes de levantar los ojos, mirarme y sonreír ante su propia descortesía con un “¡ah!...” como si viera salir de la niebla un rostro vagamente entrevisto en alguna otra parte. En su sonrisa había algo de secretamente duro, de destruido. Este año yo la había visto tres veces: la primera vestía usted un traje sastre negro con blusa negra y pequeño cuello blanco; la segunda vez —llovía— un impermeable incoloro, vítreo y transparente; la tercera, un traje parecido al de ahora, sencillo, sobrio, personalísimo. En su expresión había algo de duro, de destruido, de secreto. ¡Dios mío, cuántos años habían pasado! ¡Cuántos años —lo menos trece— habían pasado desde el primer encuentro! Mirándola con asombro, yo pensaba: Sí, este modo de llevar la cabeza, esta extrema finura de los miembros, esta vivacidad nerviosa de la figura toda, son hermosos; pero no son lo más hermoso. Lo más hermoso era lo que yo sabía. Lo más hermoso estaba hondo, mucho más hondo; adentro, mucho más adentro... Ahí estaba yo, mirándola, al cabo de tantos años. Conmovido y cohibido como un pobre diablo. Y éramos, como el primer día, dos extraños, y no íbamos a cambiar —con todo lo que sin duda nos ligaba— una sola palabra. Ésta era la milésima vez que yo la veía. O tal vez la milésima tercera.