Hay historias que merecen ser contadas. Digo bien contadas y no solamente escritas. Contadas -imaginándome la complicidad de un fuego en una noche estrellada-, como si se tratase de uno más de esos cuentos y esas leyendas que nutren nuestro acervo, nuestra cultura y nuestra manera de ser y de pensar y que fueron transmitidos así: de persona a persona, rasgando el silencio del tiempo, llenando el espacio de intuiciones certeras y enseñanzas valiosas, desmitificando a la muerte. Ojalá que así sea con esta historia.
La historia es sencilla como el pan y terrible como el rayo, por eso está cargada de coraje y esperanza. El 30 de septiembre de 1979 murió Rodolfo Kusch. Sucedió en Buenos Aires, en una ciudad y un país sacudidos como nunca por el terror de Estado. Kusch murió como él mismo, de alguna manera, había vaticinado en sus escritos ?tal vez, la obra filosófica más conmovedora con relación al pensamiento popular americano: como un perseguido, devorado por una enfermedad que es muy probable contrajera por la tristeza por ese clima de horror impuesto y que lo obligó a dejar el sitio que él había elegido para exiliarse: Maimará, una pequeña población indígena situada en el corazón de la quebrada de Humahuaca y de la Argentina andina, coya y olvidada hasta por los verdugos, y donde Kusch se estaba, cumpliendo también, palabra por palabra, con la hondura y el compromiso que propusieron sus reflexiones.
Tuvo que volverse a esa ciudad, a la que amó y aborreció por igual, tan sólo para morirse. Ya su periplo existencial y la coherencia con sus propias visiones, lo había llevado a habitar en ese país profundo que es el norte argentino donde hablar de pueblo es hablar de indio, hasta hoy. Allí, en medio de los avatares y las tensiones del tercer gobierno peronista (el último del General Perón), sintió que los sueños podían volverse realidad, como nunca antes. Pero la historia es cruel y en 1976 sucedió lo inevitable: fue expulsado por subversivo de sus cátedras en la Universidad de Salta.
Su familia y algunos amigos cercanos trataron de convencerlo pero Kusch eligió el amparo de la tierra y de su gente, de "esos hombres pequeños, sucios y tiernos, vencedores del tiempo, hombres de heridas ancestrales, de coplas y de bagualas desgarradas, hombres muy pobres y sencillos", de la gente que había compartido con él sus saberes y sus memorias a lo largo de tres décadas. Por eso, eligió Maimará y allí, él mismo se volvió "muy pobre y muy sencillo" y para subsistir, vendía sándwiches de milanesa en la estación ferroviaria del pueblo.
"Ucamau mundajja", "el mundo es así" ?debió pensar Rodolfo, más conciente que nunca que había que intentar abstenerse de explicar las causas ?así fuera el oprobio y la infamia más inaudita que vivió la Argentina en el siglo XX-, tratar de abandonar la impaciencia y aceptar la realidad en su verdadera constitución. Allí, habitando el misterio, le sucedió "el milagro de estar, antes de ser", un misterio que compartió con los habitantes de las altipampas y los valles milenarios, esa "área no pensada e imposible de pensar. El silencio en suma y detrás del silencio quizá un símbolo: quizá los dedos de la divinidad, la misma que estuvo arrugando los cerros: una vida realmente en común, la mía, la del viejito y la de la puna, y todos en silencio", como había escrito en un texto precioso que puede encontrarse en Internet. (1)
Kusch había elegido el más transparente y arduo de los caminos: el camino del corazón. El mundo es así. El mundo debería ser así.
* * *
Ese 79 del horror, a cincuenta kilómetros de distancia, un hombre no sabía ?no podía saberlo pero después lo supo- que Kusch se estaba muriendo. Si lo hubiera sabido, de seguro, se hubiese acercado a su amigo y su maestro para darle un abrazo y decirle un hasta luego.
Pero no pudo: estaba preso, esas causas de las cuales es tan difícil abstenerse ?la injusticia y querer remediarla a toda prisa, a los tiros, con pura fe, a ciegas como un guerrero que avanza en medio de la oscuridad y los otros, los que se oponen a ello- lo habían conducido a perder la libertad; los militares argentinos lo habían encarcelado por su militancia revolucionaria en una prisión de la ciudad de La Plata, a un paso de Buenos Aires y tan lejos de todo.
Aislado de manera absoluta, Jorge Rulli no sabía ?no podía saber- que sucedía afuera, que sucedía en un país que se desangraba a sangre y fuego y con él, todos los compañeros.
Pero, a veces sucede, ese es parte del milagro del estar siendo: un carcelero dejó caer una hoja de periódico en las profundidades de las mazmorras y fue recogerla y leer que Kusch estaba muerto.
Autor: Pablo Cingolani